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Young Americans - La cultura del rock (1951-1965)

Alejandro Lillo, Justo Serna

 

Verlag Punto de Vista, 2014

ISBN 9788415930310 , 220 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz frei

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6,99 EUR


 

El descubrimiento de América

Los Estados Unidos de los años 50 y 60 del siglo XX nos resultan una época fascinante. De aquel tiempo nos vienen recursos materiales y actitudes culturales que aún son nuestras. Desde los electrodomésticos, que por entonces se popularizan, hasta el rock’n’roll, que por entonces nace. Tal vez vemos en aquel tiempo una inocencia que ahora hemos perdido, un mundo en tecnicolor y con brillo ahora desleído. Tras una guerra mundial que había devastado Europa, Norteamérica aparecía como la principal potencia, como el país de las oportunidades, como la sede del capitalismo. En un contexto de rivalidad atómica con la Unión Soviética, de amenaza nuclear, ese país de las oportunidades es también el principal creador y difusor de la cultura de masas.

¿Qué es la cultura de masas? Cultura es toda creación humana que nos distingue y nos separa de la naturaleza; es todo artificio que alivia nuestra dependencia individual o que agrava nuestra sujeción colectiva; es todo artefacto material o inmaterial que nos ilumina o aturde, que nos hace ver las cosas con significado, con un sentido que nosotros le damos de acuerdo con la comunidad, precisamente cultural, a la que pertenecemos. La cultura nos crea un ámbito humano con reglas, con reglamentos, un espacio de referencia, de asistencia o de resistencia, frente a lo incierto, frente a lo desconocido, frente a aquello otro que escapa a nuestro entendimiento. ¿Y las masas?

Desde finales del siglo XIX, Occidente asiste a la irrupción de las muchedumbres. Numerosos inmigrantes acuden a Estados Unidos, atraídos por la expectativa, por la promesa de una vida más socorrida o más rica. Italianos y otros europeos acuden al país de las oportunidades, al lugar grande y aún en parte despoblado en el que es posible rehacer la existencia estableciendo nuevas fronteras, nuevas metas. Ese sitio es accesible, es próspero y, además, de él se tienen tempranas noticias: aunque hay violencias, las propias de una nación joven y aún desregulada. O al revés: un país que comienza verdaderamente a contar en el mundo y a fijar normas para quienes allí se asientan.

Hollywood será un instrumento fundamental de esa difusión universal, de esa imagen floreciente. El mundo entero consumirá cine americano, ficciones de ensueño o de pesadilla que no se parecen al orden rutinario de Europa. La cosa que suele despertar inquietud y desazón entre las mentes más conservadoras y de moral más estricta o pacata, aquellas que se ofenden ante lo plebeyo y las obscenidades, ante la desenvoltura de los jóvenes. Ya en los años 20, José Ortega y Gasset diagnosticaba y se escandalizaba frente al modelo estadounidense, al que ve como la precipitación de lo moderno, como la reunión caótica de las muchedumbres, consumidoras de cultura pequeñoburguesa y ciertamente plebeya. Las turbas rebeldes formaban parte de la experiencia europea. En Estados Unidos, esas masas se adueñan del espacio, imponen su criterio, contaminan lo respetable. Ritmos negros, maquinismo, historietas gráficas, series, repetición: la cultura americana parece el epítome de lo masivo, el ejemplo degradado de lo que fue la excelencia europea.

Más adelante, ya tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos todavía es un país lejano. Al mismo tiempo resulta cada vez más próximo. Su Ejército ha triunfado en el conflicto internacional y sus conquistas son sobre todo materiales, un despliegue de poderío y capacidades. Los medios lo mencionan, lo muestran, lo acercan tanto que acaban resultando familiares la Nación y sus gentes, el país y sus parajes. Las masas reflejadas en las pantallas caminando por las grandes avenidas de Nueva York, concentradas en las plazas de las megalópolis; las masas con vehículos de explosión, con coches modestos o con lujos automovilísticos. Todo está en movimiento: desde el cine hasta los protagonistas involuntarios de esa historia reciente.

En El redescubrimiento de América, un volumen que Umberto Eco publicó hace unos años, el autor describía Estados Unidos como modelo y como excepción. Como modelo: la americanización del mundo, tras la Segunda Guerra Mundial, se impone gracias al poder duro de las armas y al poder blando de las imágenes. Norteamérica sería así el espejo aproximado de nuestra sociedad y de nuestra cultura, el Occidente imaginario y efectivo en el que reconocernos, en el que mirarnos. América es el sueño alcanzable y a la vez lejanísimo en el que lo excepcional se hace ordinario: regular y plebeyo.

Pero sería también lo excepcional, ese lugar nuevo, sin arraigo, sin tiempo, que nace por oposición a Europa, objetando su herencia, un pasado secular, milenario es su particularidad. Así, América sería esa grandiosa tierra en la que siempre es posible desplazarse, marcharse, alejarse: hacia un Oeste que aún está por colonizar o hacia una frontera real e imaginaria que todavía se puede ampliar. No ha y restricción o freno. No hay sumisión o fatalidad. Los Estados Unidos simbolizan el horizonte de lo posible. ¿Es realmente así? La época que encarnó John Fitzgerald Kennedy es esto: una síntesis, un precipitado de las tradiciones para acoger y estimular lo nuevo.

Durante esos años, los 50 y los 60, el bienestar se difunde y las clases medias recatadas y consumidoras se ensanchan, cosa que permite el gasto masivo. Si las gentes adquieren bienes, esos artículos forman parte de la identidad: con ellos, el comprador expresa sus deseos, sus logros, su manera de estar en el mundo. Lo material expresa el yo de quien prospera y se afirma. Hay, sí, un entorno material de plásticos color pastel, de metales brillantes, de maderas nobles y bruñidas, de cromados, de neones, y hay un escenario de exposición y de exhibición: automóviles que identifican a sus propietarios, como el caballo o alazán a su jinete; e indumentarias que uniforman al grupo y que lo distinguen frente a los ajenos, los distantes.

El star system de Hollywood va a contribuir a marcar tendencias, a imponer gustos, a dictar ejemplos que finalmente se siguen como modelos. También la televisión dictará estilos: veremos a personajes célebres encarnando distintos papeles y veremos nuevas y ficticias familias que sirven de patrón o estándar de los hogares estadounidenses. Los jóvenes se convierten en protagonistas y en compradores, interesante papel para una industria que les destina bienes de consumo.

Ir a los años cincuenta es materialmente ilusorio: ojalá pudiéramos echar un vistazo a lo que fue, no a lo que se conserva. Pero aproximarse virtualmente es posible. La América de 1950 o 1960 está desaparecida. Los restos que quedan de aquellas décadas son numerosos y su reunión nos permite hacernos una idea, conmovernos con lo vivido. Justamente eso es lo que hicimos los autores de este libro en una exposición titulada Covers. Organizada por el Vicerrectorado de Cultura de la Universitat de València, la muestra era un recorrido sucinto por la historia del rock y de los jóvenes. Tuvo gran éxito de público y de crítica. Acudieron en poco tiempo más de veinte mil personas y la calidad de los materiales expuestos y del catálogo contribuyeron. Un grupo selecto de profesionales y amigos nos ayudaron en aquella iniciativa: desde Norberto Piqueras a Francisco Fuster, pasando por David P. Montesinos, Juan Calabuig o Áurea Ortiz, entre otras personas. No podemos nombrarlos uno a uno, pero todos saben de nuestro agradecimiento.

Cubierta de Covers. Valencia Universitat de València, 2012.

Aquello no podía acabar así, cerrando la exposición, dando carpetazo a lo vivido o revivido. Hoy padecemos una nostalgia de un mundo que sólo se vivió de prestado, a través de los medios: un mundo en el que no hemos estado. Hay una melancolía de una sociedad que no se pudo disfrutar. La melancolía, precisó Sigmund Freud, es el duelo por la pérdida fantasiosa, el dolor por aquello que nunca tuvimos. Muchos nostálgicos de los 50 ni siquiera habían nacido en esas fechas. Hay, pues, una vivencia vicaria de una América vintage. Ahora, tras Covers, regresamos a aquel tiempo para ampliar y mejorar lo escrito, para indagar con mayores conocimientos y detenimientos. Queremos provocar una impresión. Una impresión es un efecto sensorial: por fuerza nos obliga a reflexionar, a hacer patente lo que no está pero percibimos. Para que tal cosa ocurra, hay que narrar y hay que contar una historia de individuos, de objetos, de cultura, una entre tantas. No se espere de nosotros un volumen enciclopédico.

En este libro contamos, sí, una historia: los reclamos de una sociedad de consumo; la publicidad de un capitalismo doméstico; la prosperidad colorista de un país moderno. Pero también detallamos una rebeldía, la oposición de los jóvenes, el malestar de unos muchachos que hicieron del rock su afirmación. No precisamos la vicisitud de Sun Records o de la Tamla Motown. ¿Acaso porque no fueron destacables? No: seleccionamos, optamos: esto no son las historias del rock. No queremos apabullar con el dato, sino trazar un relato, un cuento con el que identificarnos.

Estamos en la Norteamérica pinturera y glamourosa de John F. Kennedy. Estamos en una sociedad que hace del derroche y de la juventud su gloria. ¿Por qué se oponen los adolescentes al bienestar material? ¿Qué se vive en aquellas fechas?

Peter Guralnick, Último tren a Memphis y Amores que matan. Global Rhythm, Barcelona, 2008.

Mostramos y sugerimos, exponemos y...