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Cinco meditaciones sobre la muerte

François Cheng

 

Verlag Ediciones Siruela, 2015

ISBN 9788416280896 , 132 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz Wasserzeichen

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8,99 EUR


 

Queridos amigos, muchas gracias por haber venido, gracias por habitar este espacio de acogida con vuestra presencia. Nos hemos reunido en esta hora fijada de antemano, entre el día y la noche. A partir de este instante, el lenguaje que nos es común tejerá un hilo de oro entre nosotros para intentar dar a luz a una verdad que pueda ser compartida por todos.

No obstante, a poco que reflexionemos sobre ello, estamos obligados a admitir que nuestra procedencia se remonta a muy atrás. Cada uno de nosotros es heredero de un largo linaje, formado por generaciones que no conoce, y cada uno está determinado por lazos de sangre inextricables que no ha escogido. Nada auguraba que pudiéramos tener el deseo y la capacidad de estar aquí juntos, de encontrarle sentido al simple hecho de estar juntos en este lugar. ¿No es verdad que estamos perdidos en un universo enigmático en el que, según muchos, reina el puro azar? ¿Por qué el universo está ahí? No lo sabemos. ¿Por qué la vida está aquí? ¿Por qué estamos aquí? No sabemos nada, o casi. Según la teoría más extendida, el universo aconteció por azar.Al principio, algo extremadamente denso explotó en millones y millones de fragmentos. Mucho más tarde, sobre uno de estos fragmentos apareció un día la vida también por azar. Se produjo el encuentro improbable de algunos elementos químicos y ¡«aquello» prendió! Una vez desencadenado el proceso, «aquello» no cesó de empujar, de crecer en volumen y en complejidad, de transmitirse y transformarse, hasta el advenimiento de los seres que llamamos «humanos». ¿Qué importancia tienen estos últimos en comparación con la existencia gigantesca, por decirlo así, sin límites, del universo? El fragmento sobre el cual apareció la vida, ¿no es acaso un grano de arena en medio de otros incontables fragmentos? Según una concepción bastante conocida, un día el hombre se borrará, la vida misma se borrará, sin dejar otra huella que una corteza desecada perdida en la inmensidad del universo. Desde esta perspectiva, ¿no resulta un poco irrisorio, es decir, completamente ridículo, que nos tomemos en serio nuestra existencia, que nos reunamos esta noche y aquí, doctamente, nos propongamos meditar sobre la muerte, y a partir de ella sobre la vida?

¿Cómo negar, sin embargo, que si estamos aquí es porque esta problemática existe y nos preocupa? Que exista es ya un indicio en sí. Si fuera absolutamente imposible dotar de sentido a nuestra existencia, la idea misma de sentido nunca se nos hubiera ocurrido. Pero sabemos que la humanidad, desde siempre, se pregunta por el porqué de su presencia en el seno del universo, universo que ha aprendido a conocer un poco y a amar mucho. Sabemos también que esta pregunta resulta más perentoria por cuanto que, al mismo tiempo, nos sabemos mortales. La muerte, sin darnos tregua, nos empuja hasta la última trinchera. Esta es sin duda la razón por la cual tengo la temeridad de presentarme ante vosotros. No estoy particularmente cualificado para ello. Algunos rasgos, después de todo muy banales, constituyen mi identidad: debía morir joven y, al final, mi vida está siendo muy larga; he pasado mucho tiempo, digamos todo mi tiempo, leyendo y escribiendo, sobre todo pensando y meditando; participo de las dos culturas situadas en los dos extremos del continente euroasiático, con las suficientes diferencias como para desgarrarme literalmente, para fecundarme al mismo tiempo si sé quedarme con las mejores partes de una y otra. Mis palabras estarán marcadas por esta confrontación de toda una vida.

Digamos desde ahora sin rodeos que formo parte de aquellos que se sitúan decididamente en el orden de la vida. Creemos que la vida en modo alguno es un epifenómeno de la extraordinaria aventura del universo. No nos conformamos con la visión según la cual el universo, no siendo más que materia, se habría creado de principio a fin durante millones de años sin tener en cuenta su propia existencia. Incluso ignorándose a sí mismo, ha engendrado seres conscientes y actuantes, los cuales, aunque fuese durante un lapso de tiempo ínfimo, lo habrían visto y sabido, y amado, antes de desaparecer. Como si todo aquello no hubiera servido de nada... No, nos oponemos radicalmente al nihilismo que se ha convertido en la actualidad en un lugar común. Otorgamos, por supuesto, todo su valor a la materia sin la que nada existiría. Observamos también su lenta evolución y su despertar a la vida. Pero para nosotros, el principio de vida está contenido desde el comienzo en el advenimiento del universo.Y el espíritu, que lleva este principio, no es un simple derivado de la materia. Participa del Origen y, por ello, de todo el proceso de aparición de la vida, que nos sorprende por su increíble complejidad. Sensibles a las condiciones trágicas de nuestro destino, dejamos sin embargo que la vida nos invada con toda su insondable espesura, flujo de promesas desconocidas y de indecibles fuentes de emoción.

Personalmente, tengo una razón suplementaria para formar parte de los abogados de la vida: vengo de lo que antaño se llamaba el «Tercer mundo». Entonces formábamos la tribu de los condenados, de los eternos cuerpo y corazón rotos2, portadores de sufrimiento y de duelos, tan poco consentidos que la menor migaja de vida era recibida por nosotros como un don inesperado. Como desheredados que éramos, teníamos motivos para profesar un amor infinito a la vida, ya que de la existencia habíamos bebido toda el agua amarga, pero también habíamos probado, alguna vez, sabores inauditos.

Nosotros, pues, que rechazamos cualquier forma de nihilismo, decimos sí al orden de la vida. Esto, sean cuales sean nuestra educación y nuestras convicciones, significa encontrarse de algún modo con la intuición del Tao. La Vía, esa marcha gigantesca orientada del universo viviente, nos muestra que un Soplo de vida, a partir de la Nada, ha hecho acontecer el Todo. Como el materialista para quien «no hay nada», también nosotros hablamos de la Nada, pero esa Nada significa el Todo.Así, podemos decir, por retomar la expresión de Lao Zi, padre el taoísmo, que «lo que es proviene de lo que no es y lo que no es contiene lo que es».

He aquí un misterio que parece sobrepasar nuestro entendimiento. Quizá no del todo, pues, a nuestra modesta escala, tenemos una experiencia bastante íntima de la Nada, del hecho mismo de ser mortales. La muerte nos hace palpar el increíble proceso que hace bascular el Todo en la Nada; nos hace concebir el estado del No-Ser. En el curso de la vida, cada uno de nosotros se ha visto confrontado, directa o indirectamente, con la muerte de seres queridos o de desconocidos, y en otro plano, hemos «muerto» en más de una ocasión nosotros mismos. Esto nos hace tomar conciencia de la omnipresencia y del poder de la muerte (muerte individual, muerte de la especie). Pero curiosamente, una vez más, una intuición nos dice también que es nuestra conciencia de la muerte la que nos hace ver la vida como un bien absoluto, y el acontecimiento de la vida como una aventura única que nada podría reemplazar.

Sin embargo, antes de poder avanzar un paso, nuestra meditación se enfrenta también al enigma de la muerte misma, un enigma que es doble: por un lado, no estamos en condiciones de acotar la realidad de la muerte (más allá del límite fatídico, nadie ha vuelto para dar testimonio); por otro, tampoco tenemos la capacidad de imaginar concretamente un orden de vida donde la muerte no existiera.Todos esperamos una eternidad de vida y esta esperanza es muy legítima: presos en una aventura tan llena de pruebas, tenemos derecho a aspirar a ello. Pero ¿estamos realmente en condiciones de disfrutar de una visión correcta de lo que llamamos la «vida eterna»? ¿Sabríamos en qué condición y según qué exigencia semejante orden de vida podría ser concebible? Para tener siquiera una idea remota de ello, haría falta un esfuerzo de imaginación mucho más audaz, más arduo.Volveremos sobre esto en nuestra última meditación.

Por ahora intentemos, según nuestra experiencia de la vida aquí, imaginar por un instante una forma de existencia en la que los seres ignorasen la muerte por completo. Por lo tanto estarían aquí desde siempre, serían desde siempre contemporáneos. Por otra parte, palabras como «siempre» y «contemporáneo» probablemente no existirían en su vocabulario ya que, de hecho, el tiempo estaría ausente de su universo. Habiéndose dado desde siempre, no tendrían la idea de un flujo y una renovación, menos aún la de la transformación o la transfiguración.Al ser algo repetible y diferible, no habría en ellos ni impulso irresistible ni deseo irreprensible para alguna forma de realización. No experimentarían extrañamiento alguno, ningún reconocimiento ante la existencia, percibida por ellos como un dato que continuaría de modo indefinido y nunca como un don inesperado, irremplazable.

No vayamos más lejos en la descripción de este mundo supuesto. Ha conseguido el mérito de hacernos tomar conciencia de lo que constituye la esencia de la noción de vida. Se nos ocurre una palabra que parece caracterizar esta noción: se trata de «devenir». Sí, esto es la vida: algo que adviene y que deviene. Una vez acontecida, entra en el proceso del devenir. Sin devenir, no habría vida; la vida no es más que deviniendo. De este modo, comprendemos la importancia del tiempo. Es en el tiempo donde esto se desarrolla. Ahora bien, ¡el tiempo es precisamente el que nos ha conferido la existencia de la muerte! Vidatiempo-muerte es un todo indisociable, salvo que sea muerte-tiempovida. Por muchos malabarismos que hagamos, no podemos escapar a estas tres entidades...