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¡Esto es Calcuta!

Ana M. Briongos

 

Verlag Ecos Travel Books, 2013

ISBN 9788415563440 , 368 Seiten

2. Auflage

Format ePUB

Kopierschutz Wasserzeichen

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9,99 EUR


 

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¡Esto es Calcuta!




Supieron que era él en cuanto lo vieron. Y la voz corrió por el barrio como un reguero de pólvora encendido.

El taxi que nos traía desde Dum Dum, el aeropuerto de Calcuta, había parado frente al hotel Fairlawn, en Sudder Street. Y aunque Andrés no se dio cuenta, en cuanto puso el pie en tierra todos parecieron reconocerle y saber quien era. Él estaba seguro de que el tiempo habría cambiado tanto su aspecto que le permitiría entrar en el barrio de incógnito y, además, pensaba que después de diez años también sus gentes habrían cambiado, no serían siquiera las que había conocido, en un país donde todo parece precario, donde la vida misma pende de un hilo. Sacó con cachaza su cuerpo largo y delgado del caparazón del Ambassador negro y amarillo que nos había acercado a la ciudad, y lo desplegó lentamente hasta quedar erguido como un palo. Miró al cielo, apenas rasgado por las primeras luces del amanecer, y vio una hilera de cuervos que lo observaban impasibles desde lo alto de un cable de teléfonos; al bajar la vista vio una perra sarnosa rodeada de perrillos que intentaban enredarse entre sus piernas. “¡Esto es Calcuta!” dijo, y una sonrisa de muchacho travieso apareció medio escondida entre su barba gris y su enorme bigote. Vestía un traje de gabardina de algodón verde oliva y se tocaba con un turbante pequeño, blanco, perfectamente enrollado y prieto, que, recuperando sin esfuerzo aparente su antigua habilidad, se había colocado en cuanto el avión despegó de Londres rumbo a la capital de Bengala Occidental.

¿Esto era Calcuta?

Se puso a caminar por Sudder Street lleno de excitación. Empezaba a reconocer los lugares, la entrada verde del famoso y pintoresco Hotel Fairlawn, situado al fondo de un frondoso y abigarrado jardín; la acera de enfrente, llena de mujeres y niños con sus toldos de plástico y sus fogones en marcha; la fachada del albergue del Ejército de Salvación, donde todavía alquilaban a buen precio unas habitaciones humildes y limpias; la lassi shop en la que tantas veces había tomado deliciosos lassis y batidos de mango en otros tiempos mientras conversaba con su dueño, Akbar Hussein... Pero seguía estando tan seguro de su incógnito que se sorprendió al verse a su vez reconocido: el hombre que estaba sentado en el tenderete de la esquina donde acostumbraba a comprar tabaco le saludó con una sonrisa franca, como si ayer le hubiera vendido el último paquete de bidis. Y también Ibrahim, el conductor del rickshaw, vestido como todos los de su oficio con un lungui a cuadros atado a la cintura; nada más ver a Andrés echó a correr hacia él y cuando llegó a su lado le tendió la mano para saludarlo al estilo europeo como solían hacer desde que uno era un golfillo de la calle y el otro un joven artista extranjero; una vez oficiado el saludo le cogió la bolsa, la cargó en el rickshaw y se fueron andando los dos por una calle estrecha conversando ya con la familiaridad de dos viejos conocidos.

Aunque era evidente que Andrés se había olvidado absolutamente de mí desde que bajó del taxi, para cuando terminé de pagar y me quise dar cuenta, él y su acompañante no eran más que dos pequeñas figuras a punto de desaparecer al final de la calle. Eché a correr en su persecución dando traspiés y sorteando los obstáculos que frenaban mi avance mientras arrastraba la maleta por la calzada. Los perros me seguían, unos niños me tendían la mano pidiendo una rupia y el conductor de un taxi, un sij con un turbante turquesa, me ofrecía sus servicios al tiempo que un hombre cargado de periódicos estaba empeñado en venderme el Telegraph y el Asian Times. Pero tuve que desembarazarme de todos ellos sin demasiados miramientos porque lo último que quería era quedarme sola en medio de semejante algarabía y en un lugar para mí totalmente desconocido. Al fin y al cabo veníamos juntos desde Barcelona y, por más que ahora no lo pareciese, en cierto modo éramos una especie de compañeros de viaje.

Cuando los alcancé acababan de despedirse frente al Time Star Hotel. Ibrahim dio media vuelta con su rickshaw para regresar a Sudder Street y apostarse en el lugar donde solía esperar a sus clientes. Según me había contado el propio Andrés, ese era el hotel en el que se alojaba años atrás cuando recalaba en Calcuta. En principio, y hasta que yo dispusiese de mi propio acomodo, habíamos acordado que yo también buscaría una habitación allí. Entramos casi al mismo tiempo y, por lo que pude ver, él fue recibido como quien vuelve a casa. Incluso, según me dijo ya con la llave en la mano, sin pedirlo siquiera acababan de darle la misma habitación del primer piso que había ocupado con Nilufar después de la boda. Estaba visiblemente emocionado por la sensibilidad de aquellos hombres de pocas palabras. Pero estaba también visiblemente distante, ensimismado, absorto, como si a medida que se iba adentrando en Calcuta, y esta se adentraba en él, la fusión o superposición de presente y pasado estuviesen conformando una realidad demasiado compleja (¿dolorosa?) para ser aceptada y mucho menos aún compartida. Es decir, que de pronto tuve muy claro que en esa especie de viaje interior en el que Andrés se iba sumiendo yo era más un problema que una compañía, y que lo mejor para todos era que me quitase de en medio, al menos hasta mañana. Por eso, pese al cansancio y al peso creciente de la maleta que arrastraba, decidí despedirme de él (creo que con cierto alivio por parte de ambos) y desandar el callejón donde se encuentra el Time Star Hotel, volver a entrar en Sudder Street y pasar esa primera noche en el Fairlawn Hotel, un hotel con encanto como ahora se dice, del cual había oído hablar mucho y leído más. Mañana, me decía mientras sorteaba de nuevo a los mismos niños, perros, taxistas y vendedores de poco antes, tendré tiempo y ánimos de sobra para localizar la casa que ya tenía apalabrada.

Gracias a Samuel, un amigo francés, había conseguido ponerme de acuerdo desde Barcelona, via Internet, con una mujer de Calcuta que me alquilaría el apartamento de su hermana residente entonces en Inglaterra. Calcuta es una ciudad enorme y caótica y la dirección de la casa de Paro-di, mi futura casera, no figuraba en ninguno de los mapas que pude consultar. Por suerte Samuel me mandó poco antes de salir un correo electrónico informándome de que la casa estaba a cincuenta metros del Menoka Cinema; de paso, y para futuras informaciones, añadía que las referencias más eficaces a la hora de buscar una dirección en cualquier ciudad de la India son los cines, pues todo el mundo sabe dónde están, especialmente los taxistas.

El Fairlawn es probablemente el hotel más caro de Sudder Street, donde casi cada edificio acoge una pensión o un hotelito. Un arco que se abre en un muro paralelo a la calle da entrada a un jardín, cuyos árboles cubren casi por completo el cielo y dan cobijo en un ambiente recogido y agradable al que quiere huir del ajetreo y del ruido de la calle mientras toma, fresquita, una cerveza de medio litro elaborada en la India. Todo es verde en el Fairlawn, desde el jardín a las paredes del edificio de dos plantas que se alza al fondo, antiguo y con carácter, y regentado por una familia inglesa desde hace varias generaciones. La escalera que da acceso a la planta superior está jalonada de fotografías de la familia y de personajes famosos que se han alojado allí; su decoración entre elegante y kitsch, hace que en Calcuta este sea el hotel de culto para un tipo especial de viajero con posibles. Una vez instalada en la habitación, y cuando me disponía a realizar las sencillas operaciones que lleva a cabo todo viajero experimentado para hacer algo más habitable el entorno (poner a mano el cepillo de dientes, girar de espaldas un grabado de fealdad particularmente ofensiva, echar un chal de gasa sobre la pantalla de una lámpara que proyecta una luz descarnada, o lo que haga falta) de pronto se me vino encima todo el cansancio acumulado después de muchas horas de viaje en un avión de la British Airways que, por si fuera poco, salió de Londres con seis horas de retraso. Así que decidí tenderme en la cama y olvidarme de Andrés y de su búsqueda de Nilufar, o de lo que ocurriría una vez que diera con ella, porque esa era la segunda parte del problema y no dejaba de tener su aquel. ¿Cómo reaccionaría al ver aparecer de pronto en Calcuta a ese marido al que ella había abandonado hacía más de quince años dejando atrás, además, a los dos hijos que les nacieron durante su convivencia en Barcelona?

No, me dije con toda firmeza. Ahora, no. Sin embargo, y probablemente debido al cansancio provocado por la excitación del viaje y el cambio horario, no conseguía dormirme. Y aunque mantenía los ojos tenazmente cerrados, sentía demasiado despiertos la mente y los sentidos. Y puesto que no lograba dominarlos y que me dejaran descansar, no pude por menos que preguntarme, una vez más, qué estaba haciendo yo en Calcuta en compañía de un tipo como Andrés, tan peculiar como la propia aventura en la que, cada cual a su manera, ambos estábamos embarcados.

Recordaba a Andrés preparando su bolsa de viaje con un esmero impropio de quien está siendo apremiado por una persona que tiene esperando un taxi en la calle y esgrime impaciente los billetes para un avión cuya hora de salida está peligrosamente cercana. Como quien tiene por delante todo el tiempo del mundo, iba colocando su ropa en el fondo mientras decía “no necesito llevar mucha cosa para mí porque en...