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Quizás dejaré de decir quizás

Antonietta Zeni

 

Verlag La Equilibrista, 2016

ISBN 9788494529733 , 136 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz Wasserzeichen

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7,99 EUR


 

4

Llegaron las Navidades y las vacaciones en la facultad, me dio pena tener que dejar de verlos y abandonar por unos días esa parcela de mi vida que me estaba dando tanta energía.

Planeamos hacer una cena de Navidad y despedida, Víctor, el más experto en la elección de restaurantes se encargó de todo y nos dijo que no podía decir dónde cenaríamos pues era una sorpresa, quedaríamos todos a una hora y llegaríamos juntos al lugar.

Yo temblaba solo de pensar como decírselo a Luis, en veintitrés años jamás había salido a cenar sin él, recordaba que al año de casarnos lo hice un día con mi hermana y fue un problema. Claro que el caso era diferente, pero dudaba de que lo entendiera.

Ese día llegué a casa y preparé la cena con especial cuidado, hice pescado al horno con muchas hierbas aromáticas como a Luis le gustaba, y preparé el terreno con todos los detalles que se me ocurrieron para que se sintiera relajado y a gusto.

Incluso ensayé el modo en que se lo diría:

—Luis, hay algo que me hace mucha ilusión...

No, así no podía decírselo, si notaba que me ilusionaba el tema quizás me fastidiaría más.

—Luis, por cierto, el día veinte hacen una cena en la facultad.

Tampoco, no iba con mi forma de ser, y se extrañaría.

Qué pena verme así, como pidiéndole permiso a mi padre en mi primera cita. Pero yo sabía cómo era mi marido, y mientras todo funcionaba recto y sin imprevistos la convivencia era soportable, pero si de repente algo cambiaba su curso, se desencadenaba de nuevo la metamorfosis de Luis a Don Perfecto, era un proceso ya conocido.

Su cara se iba tensando lentamente y las orejas le delataban, poniéndose rojas. Luego se levantaba de golpe de la mesa y desaparecía por un rato. Allí quedaba yo, pacientemente esperando, concediéndole ese rato de reflexión que siempre terminaba con un portazo con la puerta del baño y luego otro con la del dormitorio donde se metía en la cama tras apagar la luz.

Entonces yo tenía dos opciones; una, meterme en la cama sin despertarle, con lo cual el castigo eran unos días sin hablarme. O la segunda, intentar hablar con él con lo que después de decirme tres veces que no quería hablar, se daba la vuelta y me daba la espalda.

Yo no sé por qué me quejaba, si al fin y al cabo podía presumir de conocer a mi marido mejor de lo que muchas parejas puedan presumir, a veces pensaba que estábamos hechos el uno para el otro.

En fin, después de ensayar varios argumentos, resolví que lo dejaría en manos de la improvisación.

Enrique llamó para decir que no vendría a dormir, se quedaba en el apartamento con su amigo, no sabía si su ausencia era mejor o peor para mi discurso, quizás mejor sin interferencias, así que seguí esperando.

Saqué el pescado del horno, pensé que lo calentaría un poco cuando Luis llegara y lo puse en una bandeja encima de la mesa. A Luis le gustaba mucho ese pescado, pensaba en ello mientras me descubrí a mí misma sentada y mirando fijamente a los ojos del besugo, la escena me hizo reír.

Allí estábamos, a las once de la noche, en la cocina, el besugo y yo, mirándonos a los ojos, realmente mi vida no estaba funcionando.

Mientras divagaba sobre ello ocurrió, de repente vi reflejada en el besugo la expresión de Luis, sus ojos inexpresivos, la boca severa y malhumorada, y esa mueca entre triste y enfadada, era una cara muy familiar, ¡era Luis! y me desahogué diciéndole:

—¿Sabes qué te digo? Que el jueves me voy a cenar con mis amigos «y punto».

A la vez que con el dedo índice le golpeaba en la frente repetí, al ritmo:

—Y pun-to, y pun-to.

Me quedé más tranquila.

A las doce y media, cansada de esperar, metí de nuevo el pescado en el horno y cuando estuvo bien doradito me puse un buen trozo en un plato y muy lentamente me lo comí, saboreándolo e intentando sacarme de la cabeza que me estuviera comiendo a Luis.

Luego me fui a la cama y allí pensé en el plan que habíamos trazado Olga y yo esa tarde. Ese día nos encontraríamos en su tienda para ver lo que nos pondríamos en la cena.

Olga se había quedado paralizada cuando le expliqué que Luis controlaba las cuentas de casa y que para comprarme ropa debería pedirle permiso antes.

—Pero, Carla, tu marido es un tirano. ¿Sabes? Deberías tener tu propio dinero.

—Eso es muy fácil decirlo.

—Y hacerlo, yo necesito alguien de confianza en la tienda por las mañanas, y tú deberías ganar tu propio dinero, cuando quieras, dímelo.

—Luis me abandonaría directamente. ¿Te imaginas? Por las mañanas en la tienda y por las tardes la facultad. Quién cocinaría, limpiaría y lo llevaría todo. ¿Por qué crees que aguantaría eso?

—Por amor.

Olga siempre tenía la costumbre de sorprenderme con sus cortas pero irrefutables respuestas.

La cena estaba planificada para el día veinte a las nueve, y solo faltaban tres días, yo estaba impaciente como una colegiala.

El siguiente día por la noche Enrique llegó antes que de costumbre a casa. Hacía tres días que casi no lo veía, y me senté un rato con él en la sala. Como siempre intenté saber de sus cosas sin éxito, él con la vista sumergida en el televisor me contestaba a modo de mensaje e intercalaba mi intento de conversación con comentarios sobre el programa de televisión. En un arranque de valor, me levanté y apagué el aparato. Enrique se me quedó mirando desconcertado, no esperaba tal reacción de mí, rompía sus esquemas.

—Enrique, por favor, quiero hablar contigo. ¿Puedes dedicarme un rato?

—¿Ocurre algo?

—No tiene que ocurrir nada grave para que quiera hablar con mi hijo, en eso radica el problema.

—Ya estamos con complicaciones.

—Tengo un problema y quiero tu ayuda.

—Vale, dime qué te ocurre.

—Verás, tengo una cena con los de la facultad y ya sabes cómo es tu padre, no sé cómo decírselo y para mí es muy importante no faltar.

—Mamá, es tu marido, si tú no sabes cómo llevarlo, no es a mí a quien debes preguntar. ¿Qué quieres que haga yo?

—Si pudieras estar cuando se lo diga, y echarme una mano para que no se enfade...

—No veo que yo pueda evitar que se enfade, si no le gusta que vayas yo no quiero meterme en vuestros problemas personales. Mamá, me pides cada cosa...

—Nunca te pido nada, pero si lo ves tan complicado déjalo correr. Te estoy pidiendo un favor de amiga, si puedes me lo haces y si no tranquilo.

—Ya volvemos al eterno problema, tú eres mi madre, y me pides que intervenga como lo haría con una amiga, pero tú eres mi madre y el otro es mi padre, no me pidas que me meta en vuestras cosas, no me compliques.

Una vez más, la imposibilidad de amistad con mi hijo se imponía, y solo faltaban dos días para la cena.

Luis llamó para ver si había olvidado en casa las llaves del despacho, con lo que me enteré de que se quedaría hasta tarde trabajando. ¡Fantástico! Eso solo dejaba la noche siguiente para hablar con él. Al otro día se suponía que yo saldría para la facultad y después nos iríamos a cenar. ...